Recuerdos imborrables
La Señora se sienta cómodamente
en el sillón que se deteriora con el tiempo, tiene la mirada fija sobre la tenue
luz de la mañana que entra por la rendija de la ventana del balcón. Atrás
quedaron esos días en que despertaba al lado de su esposo y disfrutaba junto a
él y sus hijos de lo cálido de un desayuno. Quedaron en el olvido los días en
que salía rápidamente de su casa hacia el trabajo, cuidadosamente peinada con
el cabello hacia atrás, sobriamente maquillada, con una falda que le llegaban a
la rodilla y una blusa blanca impecable.
Su mirada no se aparta de aquella
luz, son un poco más de las seis de la mañana y Sara, su hija, entra a su habitación. Llega
con una bandeja roja, provista de una taza con chocolate, panes con mermelada
de fresa y dos pastillas azules. La ayuda a comer con delicadeza, le acerca con cuidado la taza
y el olor a chocolate de impregna en la habitación, aquel olor que años atrás
se extendía por el salón de su trabajo y que siempre tomaba para comenzar bien la
mañana. En seguida su hija le da las pastillas que la mantienen en la realidad,
las causantes que aún sepa dónde está y quién es su familia. Deja el periódico
en la mesa de noche, justo al costado de la foto de su padre, aun le duele su
ausencia, -ya cuatro años de tu muerte
papá - y sale de la habitación. La Señora lentamente recoge el diario y
en primera plana esta la imagen del nuevo Papa, con una tierna sonrisa y sotana blanca saludando a todos los católicos que se dieron cita en el Vaticano. La imagen es acompañada de un gran titular, Habemus Papam. Recuerda
con mucho esfuerzo aquella sotana blanca, recuerda haberla visto en algún
lugar, trata de acordarse pero desiste a los minutos. Definitivamente ya olvidó
cuando el cura José entraba todas las mañanas a su salón y conversaba con ella
unos minutos para luego darle la bendición -
Dios te bendiga hija, que tengas un buen día, ya me retiro, ya llegan tus
angelitos -.
Mira fijamente la imagen del
Papa, luego de un rato ya resignada al recuerdo voltea la página, sigue leyendo
las demás noticias, ríe ligeramente con la sección de amenidades y deja caer el
diario a un lado del sillón. Apoyándose y con dificultad logra ponerse de pie,
su esbelta y regordete figura de antaño ha desaparecido, ha bajado bastantes
kilos y su cabello ahora luce desordenado. Se dirige a su balcón, abre las
ventanas, la luz del sol le fastidia un poco la visión y pasado unos segundos
distingue la calle. Observa carros estacionados al costado de la acera, gente
ir y venir, nadie la ve y se imagina invisible, le gusta juguetear con esa
posibilidad, pero el juego termina cuando se da cuenta que dos muchachos que
cruzan su calle la miran con detenimiento.
(…)
¿Crees que nos reconozca? – No
creo, desde que perdió parcialmente la memoria el día que falleció su esposo ya
no recuerda a la gente del colegio, ni siquiera al Padre Director José que era
su gran amigo. – Si pues - Aunque cuando paso por acá creo que nos mira, quizás
recuerde algo ¿no? – Es probable, algo se debe acordar, pero igual, creo que
deberíamos saludarla.
Ellos se acercan al balcón donde
se encuentra la Señora apoyada de la baranda y algo asustada los mira fijamente. Ya han pasado varios años desde que dejaron los salones de primaria,
pero aun la recuerdan, como olvidar a la profesora. - Buenos días señorita -.
La Señora solo les sonríe.
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